(MEMORIAS DE ADRIANO) PARTE

2 - Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor,
frente a esa extraña obsesión por la cual la carne,
que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo,
y que sólo nos mueve a lavarla, a alimentarla y llegado el caso,
a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias,
simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra y
porque presenta ciertos lineamientos de belleza sobre los cuales, por lo demás,
los mejores jueces no se han puesto de acuerdo.
Al igual que la danza de las ménades o el delirio de los coribantes

miércoles, 27 de abril de 2011

8 - Estos criterios sobre el amor podrían inducir a una carrera de seductor.
 Si no la seguí, se debe sin duda a que preferí hacer, si no algo mejor,
por lo menos otra cosa. A falta de genio, esa carrera exige atenciones
y aun estratagemas para las cuales no me sentía destinado.
Me fatigaban esas trampas armadas, siempre las mismas,
esa rutina reducida a perpetuos acercamientos y limitada por la conquista misma.
La técnica del gran seductor exige, en el paso de un objeto amado a otro,
 cierta facilidad y cierta indiferencia que no poseo; de todas maneras,
ellos me abandonaron más de lo que yo los abandoné.;
9 - jamás he podido comprender que pueda uno saciarse de un ser.
 El deseo de detallar exactamente las riquezas que nos aporta cada nuevo amor,
de verlo cambiar, envejecer quizá, no se concilia con la multiplicidad de las conquistas.
 Creí antaño que cierto gusto por la belleza me serviría de virtud,
inmunizándome contra las solicitaciones demasiado groseras. Pero me engañaba.
 El catador de belleza termina por encontrarla en todas partes,
filón de oro en las venas más innobles, y goza, al tener en sus manos
esas obras fragmentarias, manchadas o rotas, un placer de entendido
que colecciona a solas una alfarería que otros creen vulgar. Para un hombre refinado,
la eminencia en los negocios humanos significa un obstáculo más grave,
pues el poder casi absoluto entraña riesgos de adulación o de mentira.
 La idea de que un ser se altera y cambia en mi presencia por poco que sea,
 puede llevarme a compadecerlo, despreciarlo u odiarlo. He sufrido estos inconvenientes
 de mi fortuna tal como un pobre sufre los de su miseria. Un paso más,
 y hubiera aceptado la ficción consistente en pretender que se seduce,
cuando en realidad se domeña.
Pero allí empieza el riesgo del asco, o quizá de la tontería.

The Divine Ephebe



9 - Por aquel entonces empecé a sentirme dios.

 No vayas a engañarte: seguía siendo, más que nunca,

el mismo hombre nutrido por los frutos y los animales de la tierra,

que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos,

que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros,

 inquieto hasta la locura cuando le faltaba demasiado tiempo

la cálida presencia del amor.

¿Pero qué puedo decir sino que todo aquello era vivido divinamente?

 Las azarosas experiencias de la juventud habían llegado a su fin,

 y también su urgencia por gozar del tiempo que pasa.

A los cuarenta y cuatro años me sentía libre de impaciencia,

seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno.

Y entiende bien que se trata aquí de una concepción del intelecto;

los delirios si preciso es darles ese nombre, vinieron más tarde.

 Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. Los títulos divinos que Grecia

 me concedió después no hicieron más que proclamar lo que había comprobado mucho

antes por mí mismo. Creo que hubiera podido sentirme dios en las prisiones

 de Domiciano o en el pozo de una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se

 debe a que ese sentimiento apenas me parece extraordinario, y no tiene nada de único.

Otros lo sintieron, o lo sentirán en el futuro.