(MEMORIAS DE ADRIANO) PARTE

2 - Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor,
frente a esa extraña obsesión por la cual la carne,
que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo,
y que sólo nos mueve a lavarla, a alimentarla y llegado el caso,
a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias,
simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra y
porque presenta ciertos lineamientos de belleza sobre los cuales, por lo demás,
los mejores jueces no se han puesto de acuerdo.
Al igual que la danza de las ménades o el delirio de los coribantes

miércoles, 27 de abril de 2011

The Divine Ephebe



9 - Por aquel entonces empecé a sentirme dios.

 No vayas a engañarte: seguía siendo, más que nunca,

el mismo hombre nutrido por los frutos y los animales de la tierra,

que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos,

que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros,

 inquieto hasta la locura cuando le faltaba demasiado tiempo

la cálida presencia del amor.

¿Pero qué puedo decir sino que todo aquello era vivido divinamente?

 Las azarosas experiencias de la juventud habían llegado a su fin,

 y también su urgencia por gozar del tiempo que pasa.

A los cuarenta y cuatro años me sentía libre de impaciencia,

seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno.

Y entiende bien que se trata aquí de una concepción del intelecto;

los delirios si preciso es darles ese nombre, vinieron más tarde.

 Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. Los títulos divinos que Grecia

 me concedió después no hicieron más que proclamar lo que había comprobado mucho

antes por mí mismo. Creo que hubiera podido sentirme dios en las prisiones

 de Domiciano o en el pozo de una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se

 debe a que ese sentimiento apenas me parece extraordinario, y no tiene nada de único.

Otros lo sintieron, o lo sentirán en el futuro.




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